Había una vez una sociedad. Imperfecta, porque todo en este universo es imperfecto. Pero bueno, funcionaba. Sus miembros, unas insignicantes criaturas que supieron explotar cierta peculiaridad suya, se dieron cuenta que las cosas se hacían mejor en grupo. Así, resultaba más eficiente cazar un bisonte, construir una choza o confabular en los mentideros. Y de esta forma pues, bueno, tiraron hacia delante. Con sus rencillas, claro. Porque, aunque insignificantes, esas criaturas tenían orgullo. Y no les hacía mucha gracia que alguien estuviese por encima de ellos, que fuese más importante. Ya sabéis, "Planta ese olivo un poco más allá, que le hace sombra a mis geranios", o "Te vamos a cortar la cabeza, querido rey, pero no es nada personal". Lo típico. Minucias que no evitaron que esta sociedad prosperara poco a poco.
Un día, sin embargo, llegó la oscuridad. Y no, no quiero decir que se fundieran los plomos de los rascacielos, o que su sol de repente muriese propiciando un apocalipsis astronómico. Me refiero a que se apagó el "fuego" que había alumbrado a esta sociedad desde sus albores, esa peculiaridad que los había hecho destacar de entre las demás criaturas: la inteligencia. No fue algo repentino, ni mucho menos. Digamos, más bien, que llegó como un atardecer. De ésos que las prisas de la vida no te dejan ya ni disfrutar, pero que ocurre inexorablemente. Y que avanza, hasta que de repente te das cuenta que es de noche (y tú con la colada sin hacer). Pero así le pasó a esta sociedad, que de pronto se percató que todo era oscuro a su alrededor. Y es que la ignorancia había inundado cada rincón de sus ciudades, de sus instituciones y de sus cabezas.
El problema, desgraciadamente, es que en la oscuridad no se está tan mal. Quizás dé un poco de miedo al principio, pero pronto se pasa. Compensa, por el hecho de no tener que ver los riesgos, los problemas, que hay ahí fuera. Por no tener que gastar energía en pensar, y actuar. La ignorancia es cómoda. Es felicidad. Y por ello, sin demasiado esfuerzo, la sociedad abrazó la oscuridad, y la hizo suya. Ajena a lo que pasaba en realidad. Ajena a que ello marcaría el principio de su fin, ya que eventualmente serían incapaces de ver llegar al "monstruo" que se aproxima en la oscuridad. Afortunadamente, en esta historia también hay héroes. Y es que, a veces, entre tanta negrura aparecen luces. Aquí y allá. No son demasiadas, pero las hay. Son criaturas que se niegan a resignarse, o a vivir en noche eterna. Y, contra viento y marea, luchan para volver a traer la claridad a la sociedad. Ya sea por sus ideas rompedoras, por su activismo, o simplemente por el efecto que tienen en su alrededor, estos "luceros" se convierten en auténticos guías a lo que acudir para escapar de la oscura estupidez.
Pero, ¡ay!, cuando uno está a oscuras cualquier luz deslumbra demasiado. Y, de la misma manera, estos luceros resultan molestos para algunos. Esto ocurre, en ocasiones, por el mismo hecho de ser diferentes (ya sabéis, lo raro asusta). Otras, porque es el mensaje en sí lo que resulta extraño, y la sociedad no está preparada para ello. Pero, generalmente, todo sucede por la misma razón: la envidia. Aquel "orgullo" del que hablaba antes, que nos impide alegrarnos (¡y beneficiarnos!) del bien ajeno. Y es así como los "ciegos", deslumbrados por la clarividencia de los luceros, se lanzan a por ellos. Sedientos desde la comodidad del anonimato, sintiéndose seguros al actuar en manada e incomprensiblemente orgullosos de la estupidez que hacen. Aprovechando en ocasiones cualquier mínimo error (recordad, todos somos imperfectos) o signo de flaqueza de esas centellas que pelean por seguir titilando en la noche. Buscando apagarlas para siempre, perpetuando la noche en el mundo. Sin darse cuenta que, así, no hacen más que autodestruirse.
Pero, ¡ay!, cuando uno está a oscuras cualquier luz deslumbra demasiado. Y, de la misma manera, estos luceros resultan molestos para algunos. Esto ocurre, en ocasiones, por el mismo hecho de ser diferentes (ya sabéis, lo raro asusta). Otras, porque es el mensaje en sí lo que resulta extraño, y la sociedad no está preparada para ello. Pero, generalmente, todo sucede por la misma razón: la envidia. Aquel "orgullo" del que hablaba antes, que nos impide alegrarnos (¡y beneficiarnos!) del bien ajeno. Y es así como los "ciegos", deslumbrados por la clarividencia de los luceros, se lanzan a por ellos. Sedientos desde la comodidad del anonimato, sintiéndose seguros al actuar en manada e incomprensiblemente orgullosos de la estupidez que hacen. Aprovechando en ocasiones cualquier mínimo error (recordad, todos somos imperfectos) o signo de flaqueza de esas centellas que pelean por seguir titilando en la noche. Buscando apagarlas para siempre, perpetuando la noche en el mundo. Sin darse cuenta que, así, no hacen más que autodestruirse.
Pero... ¿por qué? ¿Por qué primar el bien individual sobre el colectivo? ¿Por qué no centrar ese esfuerzo destructivo en algo constructivo? ¿Por qué no sumarse a los luceros, en vez de oponerse a ellos? ¿Por qué, maldita sea, tanto empeño en exterminar lo que otros crean, por el mero hecho de no ser obra tuya?